¿No crees que la igualdad, tal como la entienden, es sinónimo de injusticia? (San Josemaría Escrivá, Camino, Carácter, 46)
Según Laurence J. Peter, un empleado idóneo podrá ascender hasta lograr su nivel máximo de incompetencia. Scott Adams, mediante el principio de Dilbert, afirma que los trabajadores incompetentes tienen más probabilidades de alcanzar puestos directivos dado que la función de éstos no se considera relevante para la empresa. David Dunning y Justin Kruger plantearon el efecto Dunning-Kruger, el sesgo cognitivo que lleva al incompetente a sobrestimar sus cualidades sin percibir su ineptitud, y al mejor cualificado a subestimar su capacidad presuponiendo la misma idoneidad en los demás. Mientras que Cyril Northcote Parkinson sostiene que el funcionariado tiende a multiplicar su número con afines hasta reducir la productividad y agotar los recursos, provocando la continua expansión de la burocracia para compensar su falta de rendimiento e inoperancia. Y el “síndrome de Procusto” radica en que el jefe inepto menoscaba las capacidades de quien sobresale por temor a que éste pueda superarle, favoreciendo la disgenesia social.
Partiendo de tales premisas cada día soy más partidario de un innatismo no universal como base para la orientación vocacional y laboral. La falacia del igualitarismo salido de contexto ha engendrado un sistema distributivo de roles sociales y profesionales que colma de ineptos los órganos directivos de la mayoría de las empresas. Sucede en todos los países y no es exclusivo del tiempo presente. ¿Cuál es el resultado? Una crisis sistémica. A ésta no se llega por casualidad, ni porque lo marca un impersonal ciclo económico —fluctuación exógena—, sino porque un excelentísimo necio sobretitulado a quien le han otorgado el gobierno de una sociedad o institución, esperando el mayor lucro, ha confiado en la especulativa gestión de otro cretino sobrevalorado, incompetente, o aún peor, truhán, igualmente ilustrado y, en apariencia, eficiente. El segundo puede haber caído en el desastroso negocio de un catedrático de la estupidez que había propuesto una estrategia comercial o política basándose en un copioso informe rubricado por un acreditado investigador académico, experto en “cortar y pegar” datos de diversas fuentes, incluyendo los textos aportados por sus propios becarios, tarea por la que cobrará una no menos desproporcionada cantidad. A esta cadena la podemos denominar “necedad sistémica”. Todos tienen en común que han hecho mal su trabajo, lo que causará pérdidas a miles de inversores incautos. No manda el talento, sino la apariencia, la etiqueta, y este ha sido el resultado. Las quiebras son originadas por la incompetencia de los altos ejecutivos. Es raro que el hundimiento se deba a los trabajadores ocupados en producir directamente los bienes y servicios.
La mayoría de los dirigentes y empresarios no saben seleccionar de manera eficaz a sus colaboradores y cuadros de mando. Confunden el nivel de estudios con la competencia intelectual y la correspondiente habilidad para resolver problemas. La patronal, envuelta en su habitual ensimismamiento, sigue ignorando la plena potencialidad que ofrecen los técnicos provenientes de la formación profesional. Los mediocres departamentos de recursos humanos, coordinados por supuestos entendidos, movidos más por el temor a ser desplazados por posibles rivales, no buscan la mejor idoneidad en la captación de buenos directivos, tienden a obstaculizar esta función de manera más o menos consciente, lo que terminará traduciéndose en una pérdida de beneficios.
La universidad se limita formar en la realización de rutinas autojustificables, protocolos de actuación poco adaptados a nuevas incidencias e insistencia en procedimientos ya conocidos. Son muy pocos quienes realmente trabajan en el campo de la innovación. La enseñanza denominada “superior” continúa siendo excesivamente teórica y escasamente práctica. Se pierde demasiado tiempo exponiendo datos innecesarios sobradamente tratados en el pasado.
La formación profesional, representando mucho más que una “enseñanza media”, instruye en tareas verdaderamente operativas basándose en secuencias prácticas. Sólo los trabajadores pertenecientes a este grupo podrán detectar los fallos inmediatos en la cadena de producción, distribución y venta, no los dirigentes aislados de este medio. La mal llamada “enseñanza superior” concibe una ficticia élite laboral que se supone lo sabe todo y está preparada para tomar las más elevadas decisiones, cuando en demasiadas ocasiones los ejecutivos de primer nivel, reiterados universitarios, provocan la caída de toda la empresa por no saber interpretar algunos datos presentes —o ausentes— en sus informes y proyectos porque no tienen la suficiente capacidad de análisis y diagnóstico. Llegamos a aceptar este falaz sistema de organización social y laboral mediante un abstracto pacto de ficción. Partimos de un erróneo procedimiento en el reparto de roles funcionales.
La clasificación de individuos no es objetiva ni atiende al verdadero talento, sino a la apariencia, el pervertido aspecto académico. Un imbécil ilustrado y sobretitulado no tiene por qué dejar de ser un imbécil; además, si mantiene su necedad, ni querrá abandonar tal imbecilidad, antes dirá que fallan los demás. Un vulgar charlatán licenciado en económicas, con un máster en alta dirección de empresas y hasta un doctorado en Business Administration, quizá sería un buen vendedor, pero mientras su locuacidad no se traduzca en la elaboración de proyectos viables con carácter más general o específico para mejorar el rendimiento de la compañía, no debería ocupar un alto cargo.
Tampoco ignoraremos el engaño curricular universitario. Precisamente es en la enseñanza superior donde se detectan más fraudes, tanto en la práctica académica como en la gestión, e incluso en la organización y selección del personal que compone la institución. De qué sirve ampliar los estudios universitarios con un posgrado si éste lo imparte el mismo personal que ha demostrado un conocimiento deficiente de su especialidad durante el grado más básico. Tan pronto hayamos leído el mismo manual que los profesores —y sepamos tanto o más que ellos— nos daremos cuenta del dinero que hemos tirado en el estúpido máster. Las matrículas abonadas sirven para pagarles la nómina, no para formarnos. ¿No resultaría más económico que nos digan qué libro quieren que nos aprendamos prescindiendo de los malditos intermediarios? Sí, claro que sería mucho más barato, pero es que de eso mismo viven; y luego son estos mismos señores quienes llenan las listas de los partidos para “representarnos” en el parlamento.
¿Qué hay detrás de un doctor o catedrático? El doctorado comienza con una ventajosa relación, unas veces, sexual, otras mediante la prevaricación, cohecho, o tráfico de influencias, que vincula al recién graduado con un tutor que guiará la tesis, siempre y cuando trate de lo mismo que él haya repetido a lo largo de su carrera. Un paso previo al doctorado es la obtención de un Diploma de Estudios Avanzados (DEA), que confiere el discutible estatus de investigador, requisito de mero trámite que sólo sería denegado de haber dejado en ridículo a algún miembro de la comisión examinadora, o lo que es lo mismo, por motivos personales. Siguiendo el mismo procedimiento, el aspirante volverá a leer ante el generoso tribunal su collage de pequeños plagios —en alguna ocasión, plagio completo— y, en ausencia de enemigos declarados, independientemente de lo inservible, absurda e insustancial tesis doctoral, casi indefectiblemente, se otorga este grado académico.
¡Ya está la crítica! Ahora, soluciones. Antes de asignar un sujeto para ocupar un cargo de especial responsabilidad en una corporación, deberá certificar no sólo sus antecedentes profesionales (experiencia) e historial académico, sino que también es exigible conocer la condición moral (aplicación de un código ético) y constatación de su capacidad resolutiva. Cuando hablamos de experiencia no debemos deslumbrarnos por extensos currículum, ya que podemos perder otros candidatos con mejores cualidades personales pero con menos años de práctica. También averiguaremos si el aspirante alcanzó tales méritos por su propio esfuerzo o por otros medios más cómodos. Tenemos que examinar si de verdad la antigüedad está acompañada de objetivos cumplidos y cómo ha afrontado las equivocaciones; ¿reconoce que las ha tenido? El talento resolutivo, proactividad, es determinante a la hora de seleccionar un empleado. Conocer este aspecto requiere la superación de dos pruebas: la primera consiste en la aportación de un proyecto junto la conveniente declaración de objetivos, y la segunda plantea una observación de las respuestas del sujeto en uno o varios ejercicios simulando situaciones imprevistas. La capacidad proactiva y la condición moral en ocasiones van unidas. En cualquier caso, los departamentos de selección de personal, generalmente en manos de torpes paniaguados, ignoran que la mejor manera de conocer a un individuo es desde abajo. La mera entrevista por encima no sirve porque el candidato buscará todos los modos para cautivar al seleccionador y, en ciertos casos, lo consigue para desgracia de la empresa. Un hábil experto en recursos humanos que pretende realizar una captación no debe identificarse, sino que se camuflará como un igual o, mejor todavía, como un subordinado del sujeto. Es ahí, desde la posición inferior, como mejor se conoce a las personas. De nada sirve preguntarle a alguien si es honrado y trabajador o si piensa engañarnos.
La habitual y comprensible costumbre de dar prioridad a los familiares o amigos a la hora de elegir un directivo conlleva mantener un mismo plan en la empresa, corriendo el riesgo de no poder evitar el mismo desacierto del presidente. Sugiero vacunarnos con la brillante sentencia de Jacinto Benavente: «Una idea fija siempre parece una gran idea, no por ser grande, sino porque llena todo un cerebro».
Según Laurence J. Peter, un empleado idóneo podrá ascender hasta lograr su nivel máximo de incompetencia. Scott Adams, mediante el principio de Dilbert, afirma que los trabajadores incompetentes tienen más probabilidades de alcanzar puestos directivos dado que la función de éstos no se considera relevante para la empresa. David Dunning y Justin Kruger plantearon el efecto Dunning-Kruger, el sesgo cognitivo que lleva al incompetente a sobrestimar sus cualidades sin percibir su ineptitud, y al mejor cualificado a subestimar su capacidad presuponiendo la misma idoneidad en los demás. Mientras que Cyril Northcote Parkinson sostiene que el funcionariado tiende a multiplicar su número con afines hasta reducir la productividad y agotar los recursos, provocando la continua expansión de la burocracia para compensar su falta de rendimiento e inoperancia. Y el “síndrome de Procusto” radica en que el jefe inepto menoscaba las capacidades de quien sobresale por temor a que éste pueda superarle, favoreciendo la disgenesia social.
Partiendo de tales premisas cada día soy más partidario de un innatismo no universal como base para la orientación vocacional y laboral. La falacia del igualitarismo salido de contexto ha engendrado un sistema distributivo de roles sociales y profesionales que colma de ineptos los órganos directivos de la mayoría de las empresas. Sucede en todos los países y no es exclusivo del tiempo presente. ¿Cuál es el resultado? Una crisis sistémica. A ésta no se llega por casualidad, ni porque lo marca un impersonal ciclo económico —fluctuación exógena—, sino porque un excelentísimo necio sobretitulado a quien le han otorgado el gobierno de una sociedad o institución, esperando el mayor lucro, ha confiado en la especulativa gestión de otro cretino sobrevalorado, incompetente, o aún peor, truhán, igualmente ilustrado y, en apariencia, eficiente. El segundo puede haber caído en el desastroso negocio de un catedrático de la estupidez que había propuesto una estrategia comercial o política basándose en un copioso informe rubricado por un acreditado investigador académico, experto en “cortar y pegar” datos de diversas fuentes, incluyendo los textos aportados por sus propios becarios, tarea por la que cobrará una no menos desproporcionada cantidad. A esta cadena la podemos denominar “necedad sistémica”. Todos tienen en común que han hecho mal su trabajo, lo que causará pérdidas a miles de inversores incautos. No manda el talento, sino la apariencia, la etiqueta, y este ha sido el resultado. Las quiebras son originadas por la incompetencia de los altos ejecutivos. Es raro que el hundimiento se deba a los trabajadores ocupados en producir directamente los bienes y servicios.
La mayoría de los dirigentes y empresarios no saben seleccionar de manera eficaz a sus colaboradores y cuadros de mando. Confunden el nivel de estudios con la competencia intelectual y la correspondiente habilidad para resolver problemas. La patronal, envuelta en su habitual ensimismamiento, sigue ignorando la plena potencialidad que ofrecen los técnicos provenientes de la formación profesional. Los mediocres departamentos de recursos humanos, coordinados por supuestos entendidos, movidos más por el temor a ser desplazados por posibles rivales, no buscan la mejor idoneidad en la captación de buenos directivos, tienden a obstaculizar esta función de manera más o menos consciente, lo que terminará traduciéndose en una pérdida de beneficios.
La universidad se limita formar en la realización de rutinas autojustificables, protocolos de actuación poco adaptados a nuevas incidencias e insistencia en procedimientos ya conocidos. Son muy pocos quienes realmente trabajan en el campo de la innovación. La enseñanza denominada “superior” continúa siendo excesivamente teórica y escasamente práctica. Se pierde demasiado tiempo exponiendo datos innecesarios sobradamente tratados en el pasado.
La formación profesional, representando mucho más que una “enseñanza media”, instruye en tareas verdaderamente operativas basándose en secuencias prácticas. Sólo los trabajadores pertenecientes a este grupo podrán detectar los fallos inmediatos en la cadena de producción, distribución y venta, no los dirigentes aislados de este medio. La mal llamada “enseñanza superior” concibe una ficticia élite laboral que se supone lo sabe todo y está preparada para tomar las más elevadas decisiones, cuando en demasiadas ocasiones los ejecutivos de primer nivel, reiterados universitarios, provocan la caída de toda la empresa por no saber interpretar algunos datos presentes —o ausentes— en sus informes y proyectos porque no tienen la suficiente capacidad de análisis y diagnóstico. Llegamos a aceptar este falaz sistema de organización social y laboral mediante un abstracto pacto de ficción. Partimos de un erróneo procedimiento en el reparto de roles funcionales.
La clasificación de individuos no es objetiva ni atiende al verdadero talento, sino a la apariencia, el pervertido aspecto académico. Un imbécil ilustrado y sobretitulado no tiene por qué dejar de ser un imbécil; además, si mantiene su necedad, ni querrá abandonar tal imbecilidad, antes dirá que fallan los demás. Un vulgar charlatán licenciado en económicas, con un máster en alta dirección de empresas y hasta un doctorado en Business Administration, quizá sería un buen vendedor, pero mientras su locuacidad no se traduzca en la elaboración de proyectos viables con carácter más general o específico para mejorar el rendimiento de la compañía, no debería ocupar un alto cargo.
Tampoco ignoraremos el engaño curricular universitario. Precisamente es en la enseñanza superior donde se detectan más fraudes, tanto en la práctica académica como en la gestión, e incluso en la organización y selección del personal que compone la institución. De qué sirve ampliar los estudios universitarios con un posgrado si éste lo imparte el mismo personal que ha demostrado un conocimiento deficiente de su especialidad durante el grado más básico. Tan pronto hayamos leído el mismo manual que los profesores —y sepamos tanto o más que ellos— nos daremos cuenta del dinero que hemos tirado en el estúpido máster. Las matrículas abonadas sirven para pagarles la nómina, no para formarnos. ¿No resultaría más económico que nos digan qué libro quieren que nos aprendamos prescindiendo de los malditos intermediarios? Sí, claro que sería mucho más barato, pero es que de eso mismo viven; y luego son estos mismos señores quienes llenan las listas de los partidos para “representarnos” en el parlamento.
¿Qué hay detrás de un doctor o catedrático? El doctorado comienza con una ventajosa relación, unas veces, sexual, otras mediante la prevaricación, cohecho, o tráfico de influencias, que vincula al recién graduado con un tutor que guiará la tesis, siempre y cuando trate de lo mismo que él haya repetido a lo largo de su carrera. Un paso previo al doctorado es la obtención de un Diploma de Estudios Avanzados (DEA), que confiere el discutible estatus de investigador, requisito de mero trámite que sólo sería denegado de haber dejado en ridículo a algún miembro de la comisión examinadora, o lo que es lo mismo, por motivos personales. Siguiendo el mismo procedimiento, el aspirante volverá a leer ante el generoso tribunal su collage de pequeños plagios —en alguna ocasión, plagio completo— y, en ausencia de enemigos declarados, independientemente de lo inservible, absurda e insustancial tesis doctoral, casi indefectiblemente, se otorga este grado académico.
¡Ya está la crítica! Ahora, soluciones. Antes de asignar un sujeto para ocupar un cargo de especial responsabilidad en una corporación, deberá certificar no sólo sus antecedentes profesionales (experiencia) e historial académico, sino que también es exigible conocer la condición moral (aplicación de un código ético) y constatación de su capacidad resolutiva. Cuando hablamos de experiencia no debemos deslumbrarnos por extensos currículum, ya que podemos perder otros candidatos con mejores cualidades personales pero con menos años de práctica. También averiguaremos si el aspirante alcanzó tales méritos por su propio esfuerzo o por otros medios más cómodos. Tenemos que examinar si de verdad la antigüedad está acompañada de objetivos cumplidos y cómo ha afrontado las equivocaciones; ¿reconoce que las ha tenido? El talento resolutivo, proactividad, es determinante a la hora de seleccionar un empleado. Conocer este aspecto requiere la superación de dos pruebas: la primera consiste en la aportación de un proyecto junto la conveniente declaración de objetivos, y la segunda plantea una observación de las respuestas del sujeto en uno o varios ejercicios simulando situaciones imprevistas. La capacidad proactiva y la condición moral en ocasiones van unidas. En cualquier caso, los departamentos de selección de personal, generalmente en manos de torpes paniaguados, ignoran que la mejor manera de conocer a un individuo es desde abajo. La mera entrevista por encima no sirve porque el candidato buscará todos los modos para cautivar al seleccionador y, en ciertos casos, lo consigue para desgracia de la empresa. Un hábil experto en recursos humanos que pretende realizar una captación no debe identificarse, sino que se camuflará como un igual o, mejor todavía, como un subordinado del sujeto. Es ahí, desde la posición inferior, como mejor se conoce a las personas. De nada sirve preguntarle a alguien si es honrado y trabajador o si piensa engañarnos.
La habitual y comprensible costumbre de dar prioridad a los familiares o amigos a la hora de elegir un directivo conlleva mantener un mismo plan en la empresa, corriendo el riesgo de no poder evitar el mismo desacierto del presidente. Sugiero vacunarnos con la brillante sentencia de Jacinto Benavente: «Una idea fija siempre parece una gran idea, no por ser grande, sino porque llena todo un cerebro».